Hay padres que piensan que para educar bien a sus hijos, y que esa educación perdure en el tiempo, hay que aplicar la técnica del bofetón o similar; es decir, el castigo físico; pero lo que en realidad se consigue con este método es reforzar en el niño una forma de reacción basada en los principios de la violencia que va a condicionarles durante toda su vida a la hora de enfrentarse ante situaciones en las que no consigan lo que desean. Además de dañar su autoestima, por el componente de humillación que el castigo físico conlleva, el niño termina obedeciendo por miedo al castigo, aunque sin comprender el motivo de la sanción en la mayoría de los casos.
No es sencilla la actuación de los padres y educadores cuando se requiere un escarmiento por una conducta no deseada del niño. Cuántas veces hemos contemplado escenas en las que el niño, ante una orden de sus padres, reacciona, bien ignorándola o bien retándoles, para ver si son capaces de llevar a cabo la reprimenda. Lo más habitual es que ésta llegue precedida de un aviso previo; y en caso de que el niño siga en sus trece, a veces aparece de manera más contundente y en forma de agresión física la respuesta del adulto. Eso, cuando aparece; pues en muchas ocasiones el niño acaba saliéndose con la suya por la inacción de sus progenitores.
En realidad se trata de que la educación en ocasiones adolece de una falta de enseñanza sobre dónde se encuentran los límites de la conducta. Pero analicemos ambas posturas por parte de los educadores:
La primera postura, esa que provoca la reacción del adulto después de avisarle, es una respuesta que, aunque contundente en cuanto al resultado inmediato, puede estar enseñándole al niño que las cosas se consiguen con procedimientos de ese tipo.
Por ejemplo, el típico niño que un día paseando por un centro comercial, intenta despegarse de la madre para coger algún juguete, o subirse a un banco, o pegar a su hermano o cualquier otro comportamiento que suponga algo incómodo y fuera de lugar para la madre. Esta puede advertirle, agarrándolo fuertemente de la mano o agitándole mientras le avisa que la próxima vez que lo repita, le dará un azote o similar. En el mejor de los casos, el niño volverá a repetir la conducta no deseada y se llevará el susodicho azote. La medida puede servir de escarmiento suficiente a corto plazo, sin embargo lo que en realidad estamos consiguiendo es una actuación determinada por miedo al castigo y un modelo basado en la agresión física como elemento que soluciona las discrepancias.
La madre, desconocedora de tales efectos colaterales, sentirá que ha ejecutado de manera acertada un acto educativo hacia su hijo, puesto que al mostrarle las consecuencias de la desobediencia éste se lo pensará dos veces a la hora de volverlo a hacer.
Otras consecuencias que puede tener el castigo físico, que aunque larvadas en unos primeros momentos, con el tiempo van dando la cara e influyendo en su vida familiar, escolar y social en general, son:
* Efectos negativos sobre la autoestima, que pueden repercutir de manera importante en el futuro.
* Dificultades de relación con otros niños. Al comprobar que con la violencia se consiguen los objetivos esperados, puede aplicar esos mismos esquemas con sus iguales.
* Falta de comunicación con los padres. Esto se va acentuando con el paso del tiempo y, del mismo modo, el refuerzo del mecanismo de la mentira para eludir el castigo.
* Frustración por parte de los padres cuando la “técnica del bofetón”, va perdiendo efecto a medida que el niño va creciendo.
La segunda reacción sería la de “mirar hacia otro lado” la mayoría de las ocasiones en las que se produce la conducta inadecuada por parte del niño; aunque de vez en cuando se le dé un grito o un castigo ejemplar que rara vez llega a consumarse.
Ni que decir tiene que con esta opción el resultado no suele ser el deseado, pues no le estamos dando al niño puntos de referencia sostenidos ni le estamos definiendo de manera clara y lógica los límites de su actuación, por lo que tenderá a manipular las situaciones a su antojo. Esto tiene un efecto aun más devastador en un futuro, pues si a los 8 o 9 años es ciertamente manejable, con 15 años la labor se hace casi insuperable.
A mi juicio la clave está en entender la educación como algo que enseñe a desarrollar una conciencia; y experimentar dolor no enseña a los niños a ello. Nuestras actuaciones, por lo tanto, deben basarse en unos principios lógicos de actuación acordes con nuestra propia escala de valores, transmitidos a los niños con razonamientos sencillos y que sean consistentes en el tiempo.
También es importante anticipar las consecuencias de un acto para enseñarles dónde están los límites que no deben traspasar; y cumplir la ejecución de dichas consecuencias de manera consistente también.
Por último, la privación puntual de atención al niño cuando las conductas no son las deseadas y la búsqueda de recompensas para motivarles mediante técnicas educativas son formas de actuación bastante más efectivas y duraderas en el tiempo que el castigo físico, que además de no cumplir una función educativa, no enseñan el respeto a los padres, sino a temerlos; y no dejan de ser el reflejo y el resultado de la propia frustración de los educadores cuando no saben cómo actuar.
Nota del Administrador: Este articulo fue publicado y firmado por el autor, el psicólogo D. Iñigo Estaún, en el numero 101 de la revista “Mi Pediatra”.
Ignacio Estaún. Psicólogo.