Una condición necesaria, aunque no siempre suficiente, para tener el control de nuestra propia vida consiste en controlar nuestros propios pensamientos. Esto es algo en lo que no se suele reparar, sin embargo, los pensamientos influyen directamente en nuestras emociones, del mismo modo que éstas influyen a su vez en nuestra conducta. Es decir, pensar implica sentir y sentir implica actuar.
En consecuencia, si lo que pensamos está directamente relacionado con el tipo de emociones que vamos a tener, controlar nuestras emociones supone desarrollar nuestra inteligencia emocional, y a la vez, realizar nuestras tareas cotidianas sin que nuestro rendimiento se vea limitado por ellas.
La inteligencia emocional, a diferencia de la inteligencia racional o lógica, consiste en decidir qué tipo de emociones queremos tener y apartar aquellas otras que suponen un obstáculo en nuestro camino y que no nos permiten crecer como personas. Pues bien, la forma que nuestro cerebro tiene de controlarlas es mediante un tipo de pensamientos de los que apenas somos conscientes en el momento en que se producen, porque son como flashes del tipo: “Tengo miedo”, “voy a suspender”, “estoy gordo”, “lo voy a conseguir”, “ya falta poco”, “me está cundiendo mucho”… Y de cada uno de estos pensamientos, llamados pensamientos automáticos, surgen instantáneamente una o varias emociones que se derivan directamente de ellos: culpa, miedo, temor, tristeza, desánimo, furia, dolor, orgullo, deseo, alegría, satisfacción, perdón, amor…
Son pensamientos que se producen de forma tan rápida que no nos damos ni cuenta de que los estamos teniendo, pero que dejan un poso inmediato que se traduce en una emoción, positiva o negativa, dependiendo del signo de ese pensamiento. Por ejemplo, al pensamiento negativo de: “Le he perdido” le sigue inmediatamente, y como mínimo, una emoción negativa: Dolor. Aunque también puede causar miedo, tristeza, furia…
A veces decimos que queremos olvidar un episodio doloroso en nuestra vida, pero no es cierto, nos revolcamos una y otra vez en el fango del recuerdo porque nos complace hacerlo, aunque paradójicamente nos esté produciendo un gran dolor. Pero es que muchas veces no queremos olvidar, aunque nos estemos engañando a nosotros mismos. Nuestro cerebro es muy hábil a la hora de mentirnos; lo mismo puede conseguir que restemos importancia a un hecho grave, como lo contrario, que un incidente de poco calado nos amargue el día, o la semana, o quién sabe cuánto tiempo más…
Por lo tanto, y en este punto reside el “quid” de la cuestión, para poder controlar nuestras emociones y que no sean ellas las que nos controlen a nosotros, lo primero que tenemos que hacer es decirnos honradamente qué es lo que deseamos para nosotros, qué tipo de pensamientos nos gustaría tener y cuáles preferimos evitar. A través de ellos podremos eludir también cualquier tipo de emoción perturbadora y disfrutar de otras más placenteras.
El control de esos pensamientos, tanto la identificación de los que son automáticos como sus consecuentes, se entrena con ayuda profesional, existen técnicas para ello; pero nosotros mismos, y si nuestro mundo interior no marcha excesivamente a la deriva, podemos intentar sustituir cada pensamiento negativo por otro más positivo y realista; y recrearnos en él hasta que, poco a poco, y después de crear un hábito haciéndolo de manera habitual con muchos de ellos, se vaya generando en nuestro interior, y en cascada, un torrente de emociones gratas que mejoren nuestro estado de ánimo y nos permitan conseguir los objetivos que nos propongamos, sin distracciones con pensamientos inoportunos y entorpecedores de nuestra atención en lo que importa.
Se trata, en definitiva, de educarnos en el control de nuestros pensamientos para abordar los avatares de la vida de una manera más saludable.
Las emociones son tremendamente poderosas. Controlemos nuestro estado de ánimo nutriéndolo con emociones gratas y duraderas en el tiempo.
Begoña Viñuelas. Psicóloga. Nº Col. M-21034