Hace unos días salió publicado en toda la prensa el resultado de un informe en el que de nuevo se constataba la inmensa distancia que está consolidando la generación de jóvenes españoles con respecto a los europeos. Los resultados son, simplemente, demoledores; y quien no lo quiera ver así está cometiendo un error de colosales consecuencias a largo plazo. Estamos en la parte baja, incluso en algo que un país considerado desarrollado debería no estarlo, aunque sólo sea por las inercias que supone el estar en la élite del mundo desarrollado y que se resume en lo siguiente:
Los resultados de los alumnos españoles de 15 años están muy por debajo de la media de los países desarrollados en la resolución de problemas cotidianos como programar un aparato de aire acondicionado, escoger la mejor combinación de metro para llegar a otro punto en una ciudad que no se conoce, etc.; y si se tiene en cuenta sólo a los 28 países de la OCDE, ocuparíamos la posición 23.
Por otro lado, según datos de la última Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA 2012) conocidos el pasado diciembre, lo mismo sucede con las pruebas de Matemáticas, Lectura y Ciencias.
Tan devastadora afirmación nos debería dar qué pensar y reflexionar hacia dónde estamos condenando a nuestro país en un futuro que está ahí, a la vuelta de la esquina.
¿A cuantas generaciones estamos dejando fuera del circuito europeo de la cultura y el desarrollo a corto y medio plazo? ¿Con quién vamos a competir y en qué?
Solo daré un dato: En las ultimas tres décadas se han hecho tres Leyes Orgánicas de Ordenación General del Sistema Educativo y una cuarta que está ya entrando en vigor.
Cuando habíamos conseguido, no sólo normalizar nuestro régimen político, sino también fusionarnos a una velocidad de crucero con nuestros vecinos, los europeos, habiendo sido capaces de adquirir poco a poco la etiqueta de “país desarrollado” por méritos propios, así como de consolidar aquello que entendemos como una calidad de vida aceptable, ya desde los inicios de la democracia y debido quizás a políticos que han hecho en el ámbito de la “educación” una política provinciana y de “andar por casa”, con criterios electoralistas o con cierto aroma de revanchismo, nos encontramos con que no han sido capaces de crear un gran consenso para elaborar una ley educativa que aglutinara a la mayoría de sensibilidades de los grupos políticos y no provocara ese vaivén de reformas, tiznándolas todas con el marchamo ideologizante del gobierno de turno, alternando (aunque salvando las distancias) la antigua “FEN” (Formación del Espíritu Nacional), que se estudiaba en el Plan del 57, con la “Educación para la Ciudadanía”; y todo para darle un barniz ideológico que contentara a los seguidores de turno. De esta manera, prácticamente cada generación, ha pasado al menos por dos planes de estudios distintos.
Creo que esto es un disparate que no se puede consentir. Debemos exigir a nuestros dirigentes que eleven el punto de mira y consensúen un Plan que sea duradero en el tiempo; ambicioso en sus objetivos, adaptado a la realidad en la que vivimos y que únicamente requiera pequeños ajustes de vez en cuando.
Por otro lado, a mi juicio, todos y cada uno de los planes de estudio que han ido sucediéndose a lo largo de estos más de 35 años de democracia han adolecido de un principio básico sobre el cual se debería edificar toda la educación de los jóvenes:
El esfuerzo, la exigencia y el rigor, como condiciones indispensable para ir superando etapas.
Yo no sé si ha sido debido a problemas meramente históricos en los que, tras unos años iniciales de posicionamiento, España vivió unos tiempos en los que “el pelotazo” era algo cotidiano, admitido por muchos y en los que se miraba para otro lado; valorándose más en algunos círculos a aquel que por su astucia y sinvergonzonería trabajaba menos y ganaba más, que a ese otro espécimen que trabajaba sus 8 horas y cobraba una nómina irrisoria; tiempos en los que la administración era considerada un saco sin fondo repartidor de subvenciones, sin pasar por más filtro que por el del amiguismo correspondiente. El caso es que la manera en que se traducía al mundo escolar era mediante unos planes en los que la vista gorda, la falta de motivación por el esfuerzo y la presencia de contenidos y metodologías no enfocadas al razonamiento, sino al desarrollo memorístico, han supuesto unas generaciones de españoles (salvo honrosas excepciones) en las que la mediocridad, la falta de ambición y la escasa formación cultural han sido el denominador común. Y como guinda del pastel, se le han unido el desarrollo espectacular de acontecimientos anestesiantes del intelecto, como es el fútbol; generando un caldo de cultivo favorecedor del subdesarrollo e incompatible con el perfil de un país que se autoproclama del primer mundo.
Pero sea este o aquel, el motivo del ritmo frenético de planes de estudio, lo más grave a mi juicio radica en dos aspectos:
Por una parte, en la excesiva inclinación hacia lo memorístico, con la ausencia casi total de razonamiento y con contenidos que dejan poco espacio a la creatividad y al descubrimiento, mediante el esfuerzo personal por parte del alumno, de aquellos contextos que explicarían los devenires de la historia; utilizando otras herramientas imaginativas más allá de los áridos libros de texto. Se pone más énfasis en adoctrinar que en potenciar el libre pensamiento.
En el área de las matemáticas, como hay que cumplir con los objetivos que marca el Ministerio, y estos objetivos abarcan muchos conceptos, también se pasa de puntillas por aquellos contenidos que requerirían un mayor detenimiento. Me estoy refiriendo por ejemplo, al tema de resolución de problemas mediante ecuaciones. Se estudian 3 ó 4 modelos de problemas y se ajustan el resto a estos modelos de igual solución. Es muy típico aquello de “los problemas de edades, se resuelven así”.
No se fomenta la lectura, se impone. La lectura comprensiva, se adquiere y desarrolla siempre y cuando el niño tenga una motivación para ello, encuentre algo que descubrir y suponga un cierto conflicto que debe resolver. Pero si únicamente le obligamos a leer cuentos, que no suelen interesar a muchos, aletargamos el ritmo de desarrollo de la lectura. Es decir, favoreceremos y reforzaremos el interés del niño por la lectura, si adecuamos su motivación a los contenidos que son apropiados para su edad. Evidentemente hay niños que, por distintas circunstancias, se enganchan a libros de aventuras y no tienen problema en crearse un hábito. Pero estos, desafortunadamente, son los menos.
Por otro lado, la formación del personal docente adolece, porque no están especificados en la ley, de unos sistemas de filtrado (ya sea mediante cursillos de reciclaje o a través de cualquier otro método) que actualice constantemente, no ya sólo sus conocimientos (a todos nos viene a la memoria aquellos disparates que salieron en la prensa a este respecto) sino sus procedimientos; dotándoles de aquella flexibilidad necesaria para reforzar aquellos momentos evolutivos por los que pasa una persona y de instancias a las que poder recurrir en caso de problemas en el aula. De esto, evidentemente, no tienen ninguna culpa la mayoría de los docentes, pues son ellos mismos (87% desde educación infantil a bachillerato) los que reconocen que no les están preparando suficientemente para afrontar los grandes retos del siglo XXI.
Como afirmó Andreas Schleicher, en la presentación de los resultados del informe PISA, el siglo XXI requiere un enfoque distinto de la enseñanza. La dinámica mundial hacia la que nos dirigimos no se centra en lo que se sabe, sino en lo que se puede hacer con lo que se sabe.
Por otro lado, la profesora de Didáctica de la Universidad Complutense, Estela D’Angelo, incide en una idea al afirmar que “tenemos una cultura en la que controlamos mucho a los chicos, no les dejamos resolver cosas por sí mismos, les hacemos la vida muy fácil”. Para añadir más tarde que “un chico que no es autónomo no planifica, no organiza”. D’Angelo enfatiza también en la idea de que la escuela no tiene el monopolio de la enseñanza y hay una corresponsabilidad de las familias.
Otro de los aspectos que concluye el informe PISA es que uno de cada diez trabajadores se enfrenta a diario a problemas complejos que requieren emplear más de media hora para encontrar la solución, por lo que la educación tiene que estar adaptada a esta demanda de la vida real porque “los chicos de 15 años que hoy tienen pobres aptitudes para resolver problemas se convertirán en adultos con dificultades para encontrar o mantener un buen trabajo”. (Andreas Schleicher).
Hasta que no seamos capaces de integrar en el ADN de nuestros adultos, cincelando en la frente si fuera necesario, el asumir que únicamente a través de la educación y la formación integral hallaremos el camino para formar personas menos manipulables, con un criterio propio y no maleado por esto o aquello; hasta que no integremos en nuestra escala de valores que el periodo formativo de una persona no acaba cuando la ley deja de exigirle su vinculación a los estudios, sino que es un continuo que nunca se acaba; hasta que no entendamos que el desarrollo personal pasa por mostrar la infinidad de matices que existen en uno mismo; hasta que no comprendamos que lo contrario es arruinar en muchos casos el futuro de nuestra juventud, porque lo estamos limitando hasta hacerlo muy pequeño; hasta que no prestigiemos disciplinas actualmente minoritarias y llamadas “Marías”; hasta entonces, no seremos capaces de preparar a las nuevas generaciones para hacer del nuestro un país mejor, más justo y más equitativo; más creativo e innovador, en el que el atajo deje de considerarse la mejor opción y poco a poco sea arrinconado. Parece una utopía, y posiblemente lo sea, pero para alcanzar un sueño, primero hay que vivirlo.
Iñigo Estaún. Psicólogo.