2ª Parte: “Niño, deja ya de joder con la pelota… Que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca.”

Papás con el niño llorando en la comida. Si en la primera parte abordábamos el mundo del castigo, clasificando a las familias en dos grandes grupos en los que podríamos identificar a la mayoría de ellas, en esta segunda parte vamos a reflexionar sobre las características esenciales que debe tener esta herramienta fundamental de la que dispone cualquier familia.

Podríamos decir que el castigo es el instrumento más usado por los padres, debido quizás a la inmediatez de sus resultados; y debido, además, a que existe gran variedad de clases de éste.

En una familia normal, y especialmente en época de Vacaciones, se tira de él de manera constante como elemento regulador de las conductas de los niños; y se suele ejercer de manera indiscriminada, abusando un poco de él;  y lo que es peor, de manera inadecuada; por lo que llega a perder su efectividad.

Si analizamos un poco la motivación del que castiga, básicamente lo hace con el objetivo de reprender o extinguir un tipo de conducta concreto que nos parece inadecuado. Para ello se suele seleccionar “el castigo que se tiene más a mano”; y de manera, a veces irreflexiva, se pone en marcha. ¿Qué ocurre con esto? Pues que unas veces funciona y otras no. Unas el resultado es inmediato, pero efímero (pues se diluye en el tiempo) y otras parece no tener efecto alguno, pues el niño encuentra el vericueto correspondiente para zafarse de él.  Pero, ¿por qué ocurre esto? ¿Por qué determinados castigos actúan como verdaderos elementos disuasores en determinados niños y en otros parece no tener efecto alguno? La respuesta es bien sencilla: Porque cada niño es distinto.

En primer lugar, cuando los adultos decidimos implantar un castigo tenemos que tener en cuenta que parte de la eficacia del mismo es que sea coherente con nuestra manera de educar. No podemos castigar a un niño cuando dice palabrotas si nosotros las decimos casi constantemente porque estaremos provocando el efecto contrario: “Como es injusto, no lo cumplo, porque ellos también lo hacen y me busco un atajo para eludirlo”. No olvidemos que el castigo se sustenta en dotar al niño de puntos de referencia claros, previsibles y que supongan asumir las consecuencias.

En segundo lugar, debemos pensar que castigar a un miembro de la familia no debe suponer castigar al resto, por lo que hay que intentar hacer una labor de cirugía a la hora de seleccionar el castigo correcto. Por ejemplo, si le castigamos sin salir una tarde de sábado, debemos pensar cómo va a repercutir en el resto de la familia: ¿Tendrán que quedarse el resto sin salir porque el niño aún no tiene edad para quedarse solo en casa? Quizás sea preferible elegir que se quede en su cuarto sin ver la televisión para que el resto sí pueda verla. Debemos por tanto afinar lo más posible para que, si bien el individuo afectado se vea privado de “eso” que tanto le apetece, además note que el resto de la familia disfruta de ello sin restricciones. Eso le dará qué pensar.

El tercer aspecto, fundamental en todos los castigos, es que sea impactante en el momento. Es decir, que sea inmediato al momento de su formulación y lo más cercano posible en el tiempo a la conducta que queremos extinguir. Este aspecto está en contraposición al castigo diferido, por el cual se retrasa el impacto del castigo a momentos muy posteriores. “El próximo sábado no podrás ver los dibujos animados que tanto te gustan…” (y estamos a lunes); porque cuando llegue el momento de aplicarlo, el niño ya no podrá asociar el castigo a la conducta reprendida. Los niños funcionan con el aquí y ahora, todo es a muy corto plazo; y todo lo que no sea “ya” puede perder su función formativa.

Pero además de todas estas características que debe cumplir el castigo: Que sea coherente, que sea selectivo para que no afecte injustamente a otros y que sea  impactante y cercano en el tiempo, debemos no perder de vista la función que tiene el castigo, que no es otra que el niño aprenda que hay conductas que no son adecuadas y que deben existir unos límites que, en definitiva, le van a enseñar a moverse por el mundo de la manera que pensamos que es más deseable.

Complementario a todo lo anterior está el hecho de que no hay nada más educativo que darle la  posibilidad de enmendar la acción reprochada, siempre y cuando lo haga por algo a cambio. Esta es una de las partes más importantes del castigo, pues si está justificada, entendiendo por justificada que antes habremos percibido en el ánimo del niño el deseo de reparar su mala conducta; y realmente sentimos que ha entendido la lección y desea no hacerlo más, entonces podremos contemplar el hecho de levantarle el castigo. De esta manera estamos haciéndole ver que nuestra intención no es “castigar por castigar” y que valoramos su esfuerzo por modificar aquello que ha hecho mal.  Esto último no es sencillo de aplicar. Hay niños que tienen gran facilidad para urdir estratagemas con el fin de librarse de los castigos y desarrollan un arte en el mundo de la interpretación y la oratoria que nos puede llegar a engañar con relativa facilidad; para lo cual, la única herramienta existente es que no se levante el castigo de manera automática cuando castiguemos.

Por último, y no menos importante, estaría la unidad de criterio entre los progenitores a la hora de imponer un castigo. No hay nada que produzca un efecto más perverso y contraproducente que el niño encuentre diferencias de criterio entre los padres. Por ahí podrá encontrar un resquicio que aprovechará haciendo gala de esa verborrea que agota al adulto con estériles razonamientos del  tipo de: “Mamá, ¿por qué este castigo si papá no me lo hace cumplir… ?“

Es fundamental, por tanto, que “aunque no se esté de acuerdo, al menos lo parezca”.

 

Iñigo Estaún. Psicólogo.

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