Capítulo 1 (La educación de los hijos en el seno familiar): El amor y el juego como monedas de cambio

Vamos a iniciar una serie de artículos en los que iremos hablando sobre la educación de los hijos desde el punto de vista familiar.

Serán líneas generales de actuación en las que trataremos de enumerar de manera sencilla aquello que, a nuestro juicio, va a condicionar al futuro adulto en el que se va a convertir el niño de hoy. Esperamos que os sirvan de guía, o al menos, que disfrutéis leyéndolos.

Os animamos a que comentéis y dejéis vuestras opiniones.

El equipo de Psicología y Bienestar.

 

Capítulo 1. El amor y el juego como monedas de cambio.

En algún momento de nuestras vidas todos hemos tenido ocasión de observar cómo se desarrolla la convivencia de una familia en la que se respira un halo de complicidad, comprensión y cercanía entre sus miembros. Un espacio en el que se aprecia que la individualidad es tenida en cuenta y valorada. Y al traspasar el umbral de ese pequeño mundo familiar hemos podido notar esas vibraciones de amor y afecto que nos han causado cierta envidia y hemos tratado de atraparlas para nosotros.

Que en un entorno familiar ocurra esto, ni es enteramente fruto del azar, ni viene determinado genéticamente de manera absoluta, sino que forma parte de un conglomerado de circunstancias, muchas de ellas forjadas y aprendidas en la infancia.

El amor y el afecto recibidos en la niñez determinan nuestro comportamiento en la edad adulta.

Si en el hogar de nuestra niñez reinaban el amor y la armonía, lo más probable es que en el hogar que formemos de adultos reinen igualmente el amor y la armonía. Si hemos vivido una infancia en la que nuestros recuerdos están impregnados de sensaciones cotidianas agradables y en la que nuestros momentos más difíciles fueron resueltos mediante soluciones justas; una niñez que estuvo repleta de reuniones familiares en torno a una mesa con el pretexto de cualquier celebración, si vivimos todo eso, es bastante probable que hayamos cimentado una familia cohesionada. Porque la clave está ahí, en lo vivido en la infancia, en esos momentos en que se está formando nuestro carácter y modulando nuestros afectos.

Esos momentos críticos van a condicionar toda nuestra existencia.

Si por el contrario, la estructura familiar se resiente porque el clima que se respira esta contaminado por desavenencias entre los progenitores; si esos progenitores no muestran abiertamente el amor, la comprensión, la tolerancia, la paciencia y el respeto necesarios hacia sus hijos, y entre ellos como pareja; si se ignoran las consecuencias de unas influencias negativas basadas en el rencor, el abuso de autoridad, el desprecio por el otro, las actitudes chulescas y la envidia por lo ajeno; si se contempla la familia como un grupo de personas en el que cada miembro reivindica sus derechos pero ignora sus deberes, entonces se estará abonando el terreno para que la maduración de los hijos esté repleta de conflictos.

La mayoría de los comportamientos se aprenden por imitación. Aquellos que han tenido la suerte de haber contado en su infancia con unos modelos a seguir que les han enseñado el valor del respeto y del amor, a medida que esos lazos se refuerzan con el paso del tiempo, el concepto de familia adquiere otra dimensión.

Utilizar el juego con los hijos y dejarles que participen en la realización de pequeñas tareas junto a los padres, favorecen de manera clara el sosiego y la armonía familiar.

El juego, además de ser un potente socializador para los niños, es un instrumento fantástico para empezar a inculcarles esos valores que nos parecen importantes y que van a hacer que en el futuro sean mejores personas: La tolerancia, el respeto, el aprender a ganar, pero sobre todo a perder; la compasión, etc.

Así mismo el juego refuerza la reflexión y la anticipación de consecuencias, aptitudes que les van a servir en su vida futura.

Para todo esto los adultos, a mi juicio, deberíamos tener en cuenta dos aspectos:

1.- Ser capaces de enfundarnos el mono de niño: No se puede abordar cualquier juego con un niño sin envolverlo antes en un aura de comportamiento infantil. Con esto le transmitiremos la importancia de la participación activa. Eso sí, el comportamiento adulto lo mostraremos en ocasiones puntuales y cuando la situación lo requiera.

2.- Valorar de manera constante las conductas adecuadas que observemos, a la vez que les recriminaremos por todo aquello que consideremos inadecuado y que tenga que ver con la trampa, la búsqueda del camino rápido, el menosprecio, etc.

El juego con los niños funciona como una especie de representación en la que, a modo de escaparate, se van mostrando todas las conductas, tanto las buenas como las malas; y es uno de los momentos en los que el niño está más receptivo para integrar valores y cambiar actitudes. Si somos capaces de captar la esencia de lo que puede significar el tiempo dedicado al juego y de no dejarnos llevar utilizándolo como un canal para transmitir nuestras propias frustraciones (situación frecuente cuando se nos agota la paciencia y nos dedicamos a imponer reglas) entonces podremos mejorar cualitativamente nuestra interacción con el niño.

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